Las Calaveras Mexicanas salidas de las manos de Perla Arroyo tenían que ser bellas, es parte de su naturaleza crear objetos armoniosos y estéticamente agradables. Pero la belleza también puede ser terrible y, en este sentido, sus obras despojan de su barniz almibarado al estereotipo que les ha dado forma en los últimos años. No son calaveras con un maquillaje lindo, sus cuencas vacías nos recuerdan la realidad de la muerte, y sus dientes reflejan la crudeza de la muerte que es el pan de cada día en México. Arroyo no cae en los discursos femeninos clásicos y crea voces frescas para esos cráneos, al tiempo que rescata y recrea historias que ya conocemos desde una perspectiva nueva y, al mismo tiempo, reconquistando la imagen colonizadora del memento mori europeo clásico (el cráneo humano) por medio de elementos simbólicos mexicanos.
En el caso de la Coyolxauhqui recurre al sincretismo que caracteriza a las religiones y artes mexicanas. Su corona recuerda al halo de la Virgen del Pilar. Las auras no son exclusivas de la religión católica y pueden relacionarse a la fuerza espiritual, en este caso, la aureola formada de ¿lanzas? ¿cuchillos? representa la fuerza guerrera de Coyolxauhqui, además de tener inscrito el año 0 (cero) mexica, fecha de nacimiento de su hermano Huitzilopochtli, lo que incluso puede considerarse como un mal augurio en la ideología mexica, ya que nacer para matar era contrario a la dualidad y equidad de las fuerzas dicotómicas que convivían en armonía en la naturaleza, antes de que se impusiera el sangriento modelo imperialista azteca. Esta calavera está rematada con unas manos fuertes, casi masculinas, capaces de levantar un hijo o un mazo de obsidiana por igual.
Los senos plenos e intactos revelan su proceso de encarnación. Al igual que la Coyolxauhqui en las representaciones prehispánicas, no muestra señal de haber perdido el corazón en un sacrificio. En el hombro carga un ajolote, un animal cargado de simbolismo y cuyo enigmático rostro inspiró a Cortázar para dedicarle un cuento. Otro dato curioso de los ajolotes es que tienen la capacidad de regenerar “huesos, músculos y nervios en los lugares apropiados”, incluso son capaces de regenerar su médula espinal. ¹
En la mitología azteca, Coyolxauhqui fue sacrificada por Huitzilopochtli, que la decapitó, descuartizó y esparció sus miembros.
Así pues, la Coyolxauhqui de Arroyo también puede interpretarse como una imagen de renovación, de reconstrucción propia. La escritora Gloria Anzaldúa llama al proceso de escritura “armar de nuevo a Coyolxauhqui”², juntar los huesos, carne y ligamentos que componen una historia para darle una forma final coherente. Por extensión, Anzaldúa llama “imperativo Coyolxauhqui” a los diferentes procesos de reconstrucción psíquica, cultural y emocional.
En el pecho se ve una mariposa que en Grecia (y en Japón) simboliza el alma, e incluso la palabra para alma y mariposa es la misma en griego: psyché. En las naturalezas muertas del tipo vanitas oruga, crisálida y mariposa representan vida, muerte y resurrección³. La mariposa también es representación de Oyá o Iansã en las religiones africanas y afrobrasileñas, que, además de creer en la reencarnación, también consideran a la vida como una secuencia de ciclos, y cada vez que un ciclo concluye, se alcanza un crecimiento espiritual. A este proceso se le llama Balé de Iansã.
Según las investigaciones arqueológicas de la historia prehispánica, Coyolxauhqui fue castigada por enfrentar el poder masculino de Huitzilopochtli, e incluso se refuerza esa imagen de lo masculino que anula por la fuerza a lo femenino que recurre a la magia negra u otras artes misteriosas para conseguir sus objetivos.4 En contraste con esa conocida imagen de la Coyolxauhqui destrozada y vencida, forjada por la moral cristiana española sin piedad ni profundidad, -dado que el sacrificio de una guerrera como ella representó un gran honor a la fuerza de los femenino-, Arroyo nos trae la imagen de una fuerza espiritual recuperada y renovada. Una victoria surgida de la derrota con la que, cualquiera que haya sufrido alguna caída emocional y haya salido de ella, puede identificarse, sin importar género o edad. Por lo tanto, no puedo finalizar este texto sin dejar de agradecer a Perla esa riqueza, conocimiento y profundidad que da a las calaveras mexicanas y que alimentan mente y espíritu, ya que con su obra, remite a las filosofías que consideran a la muerte como parte íntima del ciclo de la vida, una no puede existir sin la otra, y nos regala una aguda reflexión sobre la muerte para que podamos hacer una aguda reflexión sobre la vida.
2 Anzaldúa, Gloria. Light in the dark = Luz en lo oscuro: rewriting identity, spirituality, reality. Duke University Press: Durham, Carolina del Norte, EUA. 2015. P. 107.
3 Hall, James. Illustrated Dictionary of Symbols in Eastern and Western Art. West View Press, Colorado. 1994. P. 14.
4 Klein, Cecilia. Fighting with Feminity: Gender and War in Aztec Mexico. Estudios de Cultura Náhuatl. Núm. 24. 1994. P. 225.
…sigan tu sombra en busca de tu día
los que, con verdes vidrios por anteojos
todo lo ven pintado a su deseo;
que yo, más cuerda en la fortuna mía,
tengo en entraambas manos ambos ojos
y solamente lo que toco veo.
Sor Juana Inés de la Cruz (c.1648-1695)
Decidí escribir estas breves líneas sobre una de las piezas de la serie Calavera Mexicana de Perla Arroyo por dos razones fundamentales: porque celebro con agrado la producción de una artista a quien conozco desde siempre –creadora desde chiquita– y porque su trabajo atiende a un problema que no es personal, íntimo o privado sino que concierne a la situación del arte de nuestro tiempo. Su indagación es de tipo histórico al explorar la relación que existe entre el universo conceptual del diseño y los medios masivos de comunicación con el del proceso creativo del arte tridimensional desde la manipulación de la materia y su potencial creativo.
Me refiero a la materialización de una idea sobre la escultura contemporánea que nace como un proyecto digital, y luego se transforma en algo físico que inmediatamente activa la operación de su agencia o la capacidad que tienen los objetos de producir respuestas sociales. Así he visto nacer este proyecto, de una imagen digital al render, de ahí a la impresión 3D y luego a la integración de otras partes modeladas con cables de acero y plastilina. Al final, el vaciado en bronce a la cera perdida no nos deja más que los diferentes prototipos y fragmentos retorcidos que se fueron apilando en el banco de trabajo, ya sustituídos por el modelo acabado. Hay un lugar donde los programas informáticos son insuficientes o al menos se resisten a reproducir las intencionalidades del cerebro y los artificios de la mano. Así lo sabe Perla cuando sostiene que todas sus tallas y modelados acaban inscritos en un mismo sistema de proporción.
Con su obra Sor Juana Inés de la Cruz, la artista defiende el lugar donde se interpelan los universos del significado del arte y de la historia, a través de la construcción de un relato visual que integra una sucesión de seis signos que representan a un personaje o un motivo nodal para la historia de México desde una postura irónica y mordaz sobre la muerte. Coyolxauhqui, Xolo, Mujer tehuana, Coatlicue, Diego-Frida y Sor Juana, estas seis efemérides de bronce de lujoso bruñido y tactilidad sedosa son también un grito feminista, una resonancia eterna a la identidad de lo femenino. Y más que en las otras entregas, en Sor Juana la calavera mexicana es como una bicha parturienta que grita al dar a luz a sí misma. Pero es el grito desafiante de una guerrera. No tiene miedo de morir en el parto. Tengo para mí que el acontecimiento que se recuerda en este eterno retorno de la historia en espiral es el nacimiento de una mujer que no nació de la costilla de Adán sino de aquella que se sabe un cuerpo emancipado, materia biológica en movimiento capaz de decidir, adaptarse, transformarse y construir una miriada de legados.
Queda por establecer, sin embargo, la temática de la escultura que por momentos pareciera un capricho barroco, una pieza casi imposible como ejercicio de este género escultórico contemporáneo ya desafiante de las convenciones representativas del tema. La admiración por la afamada poetisa mexicana es de larga data. Desde la misma época virreinal el canónigo letrado Juan Ignacio de Castorena y Ursúa Goyeneche y Villarreal (1668-1733) se encargó de supervisar y editar la primera compilación de las obras de Sor Juana para la publicación en el año de 1700 del volumen Fama y obras póstumas del Fénix de Mexico, Décima Musa, Poetisa Americana Sor Juana Inés de la Cruz (impreso en Madrid por Manuel Ruiz de Murga).
En efecto, con esta pieza la autora interpreta y homenajea las formas y operaciones conceptuales del barroco que –como opuesto a la cultura clásica grecorromana–, están relacionadas con manifestaciones artísticas exageradas en su ornamentación, exuberantes, que apelan a un sentido teatral de la representación visual para engañar y comprometer emocionalmente al espectador. También la cronología que abarca “lo barroco” asistió al surgimiento de obras de acento naturalista basadas en el desarrollo de la ciencia óptica, la cartografía y la astronomía, así como en la aplicación de los instrumentos de visión, como los lentes de aumento, el microscopio y el telescopio para la creación de imágenes.
Por su abrazo a la ilusión, la exuberancia y el lujo, esta obra no puede ser más que un emblema, divisa o representación simbólica del barroco. Y desde este valor exige de sus audiencias una mirada más atenta a los detalles, como ese cabujón de obsidiana con vetas doradas que remite a la fuente básica de su materialidad escultórica: su naturaleza inorgánica explotada desde la prehistoria por los artesanos de las imágenes. Es ahí en las incrustaciones donde la artista también nos grita su nombre a través del uso de las piedras preciosas comosi fuera un seudónimo.
Después de muchos años de tener la pantalla del ordenador como su prinicipal herramienta, Perladecidióapostar por lo tangibleen una serie que concatena tanto la visualidad como lo corporal y lo táctil. En su proyecto advierto que, como lo dice el famoso soneto que rotula estas notas, sus efigies equilibran los principios de un proceso creativo donde la voluntad de creer en la materia se impone frente al asecho insoportable de dudar.
La muerte es democrática, ya que, a fin de cuentas, güera, morena, rica o pobre, toda la gente acaba siendo calavera.
José Guadalupe Posada.
Texto por: Luis Ignacio Sáinz
Nuestra creadora procede a partir de la reflexión, sin que ello signifique darle la espalda a la intuición plástica y espacial, y será la investigación el origen del proyecto Calavera Mexicana®, orientado a visibilizar este símbolo de la cultura popular aportando elementos y visión propios. Las garbanceras de Posada, fatigadas y recuperadas por Diego Rivera para que no sucumbieran a la calidad de momias o se limitaran a su condición de vectores de la crítica, son resignificadas desde su despertar: el de la madre de los dioses, Coatlicue. Las visitaciones que permite y sufre la osamenta más querida de los mexicanos muestran diversos atributos de la progenitora de Coyolxauhqui (“la adornada de cascabeles”), desmembrada por su mismísimo medio hermano nacido de una pluma caída del cielo, Huitzilopochtli (“colibrí de la izquierda”), que fecundara a su propia partera.
Perla Arroyo, sin adjetivos, renuncia a la grandilocuencia y evade la banalidad de esta forma de tan manida, vulgarizada que ha hecho del cráneo un símbolo pueril, carente de contenido pleno. Se trata de potenciar un emblema o icono (εικόνισμ, imagen): suma de figura y concepto, que se desempeña como un signo (unión de significante y significado) fértil. Calavera es un sustantivo femenino proveniente del latín calvarĭa, que significa cráneo. Por añadidura calvarium (lugar de calaveras) designará un depósito, osario, como sitio de penalidades. Miscelánea de componentes óseos de la cabeza unidos pero desollados, que responden justo a la voz calavera (testa o casco).
La responsable de estos vericuetos compositivos desconfía de las apariencias, se empeña en buscar las estructuras de fondo. Menosprecia o desdeña la belleza epitelial, esa cáscara que al contenernos y cubrirnos también engaña y aturde, ya que ofrece una visión frívola de nuestro ser animado. A contracorriente, en aras de toparse con la solidez primigenia, la habilidad para designar, inventar y analizar el entorno y sus elementos, identifica el tejido duro que contiene nuestra más preciada joya, el cerebro, y lo corona con un tocado en cuyo núcleo aparece en su desafiante esplendor la cabeza formada por un par de sierpes escamosas, de colmillos descomunales y amenazantes, topándose sus fauces como si se coquetearan, suerte de sello flanqueado por una flor (xōchitl) multiplicada en cenefa.
Referencia a la dualidad vida-muerte, sagrado-profano, en el tránsito de lo terrenal a lo cósmico y su retorno para cumplir el periplo de la weltanschauung (que yo entiendo más como “intuición de mundo” que como “cosmovisión”) mesoamericana: la continuidad sin ruptura de polos que no son nunca opuestos, sino fases del proceso del ser y sus manifestaciones que involucra distintas capas de sentido: intelectual, emocional y moral (Wilhelm Dilthey: Einleitung in die Geisteswissenschaften, 1914).
Coatlicue (“la de la falda de serpientes”), también nombrada Tonantzin (“nuestra madre venerada”), en su más conocida representación lítica fue encontrada el 13 de agosto de 1790 durante los trabajos de nivelación y empedrado de la Plaza Mayor a iniciativa de Juan Vicente de Güemes Pacheco de Padilla y Horcasitas (La Habana, 5 de abril de 1738 – Madrid, 2 de mayo de 1799), II conde de Revilla Gigedo, a la sazón 52° virrey de la Nueva España (1789-1794). El monolito de la decapitada se encontraba oculto al suroriente de la explanada central, a la vera del Palacio de los Virreyes, fue estudiado por Antonio León y Gama (1735-1802) , sin que entonces se le concediese dicho nombre, proponiendo una fusión de la pareja divina formada por Teoyaomiqui y Teoyaotlatohua Huitzilopochtli, cuya base muestra a Mictlantecuhtli. El autor comenta del pedernal empleado: “Su materia es de la especie 156 de las piedras arenarias que describe en su Mineralogia el Señor Valmont de Bomare, dura, compacta, y dificil de extraer fuego de ella con el acero; semejante á la que se emplea en los Molinos”.
Mudada al deambulatorio bajo del patio universitario rehabilitó su protagonismo devocional, siendo objeto de ofrendas varias, dotada de veladoras y sirios, en veneración popular espontánea, que causó enfado y pavor en los frailes y las autoridades, por lo que optaron por silenciarla, inhumándola en el propio claustro. Le echaron tierra para callarla; sepultura inútil. Inhumación vergonzosa de la madre de Huitzilopochtli, traicionada por su hija Coyolxauhqui y sus retoños los Cuatrocientos Surianos. A Benito María Moxó y Francolí (Cervera, Cataluña, 1763-Salta, Argentina,1816), ordenado monje benedictino, que en 1804 fuera consagrado obispo auxiliar de Michoacán a las órdenes de fray Francisco Antonio de
“En el tiempo que duraron las tareas de renivelación, se aprovechó para colocar atarjeas con grandes tapas de piedra y cañerías que llevarían el agua a cuatro nuevas y esbeltas fuentes, una en cada esquina de la plaza. Además, se construyeron banquetas y guarda-ruedas, y se empedró el área. Finalmente, se terraplenó la Acequia Real, se hicieron ocho embarcaderos dotados de escaleras dobles y se demolieron los cajoncillos de San José, ubicados en el extremo sur de la plaza, frente al Portal de las Flores”: véase, López Luján, Leonardo: “El ídolo sin pies ni cabeza: la Coatlicue a fines del siglo XVIII”, en Estudios de cultura náhuatl, México, Universidad Nacional Autónoma de México, Instituto de Investigaciones Históricas, vol. 42, 2011, p. 203-232. Bernardo Bonavía, superintendente corregidor de la ciudad de México, José Damián Ortiz de Castro, maestro mayor de la urbe y responsable de la obra, José Antonio Cosío, sobrestante principal.
Antonio León y Gama: Descripción histórica y cronológica de las dos piedras que con ocasión del nuevo empedrado que se está formando en la Plaza Principal de México, se hallaron en ella el año de 1790. Explícase el sistema de los Calendarios de los indios, el método que tenían de dividir el tiempo, y la corrección que hacían de él para igualar el año civil de que usaban, con el año solar trópico. Noticia muy necesaria para la perfecta inteligencia de la segunda piedra: a que se añaden otras curiosas e instructivas sobre la Mitología de los Mexicanos, sobre su astronomía, y sobre los ritos y ceremonias que acostumbraban en tiempo de su gentilidad, México, Imprenta de Don Felipe de Zúñiga y Ontiveros, 1792. [Vl]-116 p. ils., p. 1-8. Hay edición moderna del INAH.
San Miguel Iglesia Cajiga (Revilla, Cantabria, 1724-Valladolid, Michoacán, 1804), quien ordenase la construcción del acueducto de Morelia, en la Catedral de México por el arzobispo Francisco Javier de Lizama y Beaumont (1749-1813) de quien Manuel Tolsá hiciera el túmulo funerario, se le adjudica la decisión de enterrar a la diosa de 24 toneladas.
Coatlicue-Nefertiti, bronce, 2021.
Semejante desfile de vida ronda por la cabeza pelada, saqueada de sus capas y tegumentos que la suelen proteger y dotar de personalidad única. Sinónimos de armonía y belleza que igual guardan resonancia con las bondades que le atribuye la cosmogonía indígena a esta metáfora de la vida más allá de la vida (tzontecomatl, cráneo; cuaitl, cabeza), su decurso en el peregrinaje en el inframundo (Mictlán). La calavera de Arroyo guarda cierto hieratismo, un no sé qué de sagrada e inmóvil que nos convoca a desentrañar sus enigmas y secretos. Grita hacia los cuatro puntos cardinales, exhausta, sin emitir sonido alguno. Anhela compartirnos sus dolores: cortado el cabello al casquete, quizá oculto en el hueco del cilindro imperfecto que funge de escarcela y cubre la cima de su ser.
Empero, su representación guarda cierta distancia con la popularidad “esquelética” que le debemos a Manuel Manilla (Calavera tapatía; hoja volante del taller de Antonio Vanegas Arroyo; 1890), que exaltará al delirio José Guadalupe Posada (Remate de calaveras alegres; hoja volante del taller de Antonio Vanegas Arroyo; 1913).
Manuel Manilla: Calavera tapatía.José Guadalupe Posada: Calavera garbancera.
Si bien su fama universal se le debe a Diego Rivera quien la bautizará definitivamente como La Catrina y la hará el centro del Sueño de una tarde dominical en la Alameda central (1947), mural en el que el guanajuatense contó con la colaboración de Rina Lazo, donde aparece por primera vez “la huesuda” de cuerpo entero, vestida, cubierta con una estola de plumas y flanqueada por el artista de niño, mimado por Frida Kahlo, y el grabador aquicalidense. Carta de naturalización para la muerte buena que en esta su presentación en sociedad la acompañan más de cien personajes de la historia nacional en un batiburrillo excéntrico a más no poder, entre ellos y situados hacia los extremos, Benito Juárez y Porfirio Díaz, mientras posan serios sor Juana Inés de la Cruz, el emperador Maximiliano, el apóstol de la democracia Francisco I. Madero y Hernán Cortés, Manuel Gutiérrez Nájera o José Martí.
Diego Rivera: Sueño de una tarde dominical en la Alameda central (completo y detalle).
De modo que la representación tridimensional de Perla Arroyo abreva en otras fuentes trasatlánticas: el subgénero de la Vanĭtas (del latín, vanus: vacío), perteneciente a la geografía de la naturaleza muerta, como memoria aleccionadora de lo efímero del poder, la riqueza y la belleza, muy visible en el arte del barroco, surgiendo en Flandes y las provincias del norte, en la actualidad Holanda, para después asentarse por derecho propio en toda Europa, con cierta predilección por la antigua Sefarad (topónimo de España; en hebreo, סְפָרַד), nombrada en el Libro de Abdías del Antiguo Testamento. Designación en un principio radicada en el Eclesiastés (Ec. 1, 2): Vanitas vanitatum et omnia vanitas, “Vanidad de vanidades, todo es vanidad”. Sentencia senequista que subraya la insignificancia y futilidad de la existencia. Más adelante en el mismo texto bíblico (9: 10) se sentencia: “…porque en el sepulcro, adonde tú vas, no hay obra, ni industria, ni ciencia, ni sabiduría”.
Sin aspavientos, Coatlicue-Nefertiti manifiesta un aire de seriedad y trascendencia, no se pretende lúdica ni coyuntural, sino anuncio de un vitalismo intangible, filosófico, espiritual en sentido lato (alusivo a la dimensión inmaterial, dotada de inteligencia y razón, experiencia sensible, meditativa, alejada de las tentaciones del mundo, la carne y el demonio). Lazarillo en un viaje a las profundidades, más allá de lo evidente, anclando en la médula de nuestras convicciones más reposadas y nutrientes. Reivindicación de raíz que desbarata el estereotipo.
Antonio de Pereda y Salgado: Alegoría de la Vanidad (1632-1636) – Sueño del caballero (1650).
Entre las efigies de bulto que se conservan de Coatlicue en el Museo Nacional de Antropología destacan dos portentos pétreos, cada uno de ellos obedece su propio paradigma compositivo y constructivo: una más alegórica y geométrica, un tremendo monolito de piedra que suplanta la cabeza divina o enfatiza que la cabeza divina es la colisión de un par de serpientes; otra, más humanizada y figurativa, una talla espectacular donde los pies se mutaron en garras aquilinas y la testa luce desollada, sisada su piel. La primera surgió del subsuelo en las inmediaciones de lo que llamamos “Zócalo” ; la segunda fue hallada en Coxcatlán (en náhuatl, “lugar de quienes portan collares y gargantillas de cuentas”, sarta de piedras), en la Sierra Negra de Puebla, colindante con Oaxaca, donde se domesticó el maíz.
En 1843 a iniciativa de Antonio López de Santa Anna se concursó el diseño y la fábrica de un monumento conmemorativo de la independencia, el ganador resultó Lorenzo de la Hidalga (1810-1872), con el proyecto de una columna al centro de la plaza. La inestabilidad imperante aguó la propuesta, habiéndose colocado solo el emplazamiento: el zoclo o zócalo, justamente. La nada terminó imponiéndose y la parte suplantó al todo, y desde entonces así fue bautizada la plaza virreinal llamada de la Constitución (1813) en honor de la ley fundamental española jurada en Cádiz un año antes.
Coatlicue, piedra, 350 x 130 x 45 cm, siglo XV.
Roca esculpida de belleza solitaria que siembra el pasmo ostentando sus atributos que la vinculan con la fecundidad, la muerte y ciertos seres sobrenaturales del cielo nocturno. ¿Será acaso la heredera y sucesora de Yolotlicue, la de la saya de corazones, su gemela, encontrada en 1933 por Alfonso Caso en Seminario y Guatemala? ¿Serían ambas los ídolos que presidían el altar del Templo Mayor de Tenochtitlan según Andrés de Tapia ?
Coatlicue de CoxcatIán, piedra, 115 x 40 x 35 cm.
Militar y cronista extremeño (c.1497-1561), alcalde mayor de la Nueva España y mayordomo mayor del marqués del Valle de Oaxaca, entre otros cargos. Autor de la Relación de algunas cosas…, que da cuenta desde la salida de Hernán Cortés de Cuba hasta la derrota de Pánfilo de Narváez el 24 de mayo de 1520 en Cempoala, Veracruz, enviado para someter al conquistador rebelde.
Escultura que representa a Coatlicue, siendo al unísono una figura tremenda y fascinante, numinosa en el sentido de las hierofanías que Rudolf Otto identifica con lo santo (Das Heilige, 1917). Poderosa divinidad que confirma que la muerte genera la vida, nutriéndola desde su (aparente) descomposición. Se le localizó en CoxcatIán, Puebla. Conserva las teselas de turquesa y concha que le decoran el rostro y las cuencas oculares.
La serie Calavera Mexicana® forja uniones harto insospechadas, como la de Coatlicue con Nefertiti, una diosa de dioses y una consorte de faraón divinizada, que ordeñan posibilidades semánticas al por mayor. Lo que significa aprovechar a plenitud dos manifestaciones del pensamiento: el divergente, la capacidad de brindar (múltiples) soluciones y respuestas de alto rango a un mismo estímulo; y el convergente, la habilidad de deducir una única solución correcta usando reglas sistemáticas. La condición siamesa de la escultura resultante demuestra una concepción en acción de creatividad capaz de articular flexibilidad, originalidad y fluidez lingüística orientada a su materialización objetiva. Si somos incapaces de designar lo que creamos (postular una constelación fenoménica), así sea a nivel de fantasía construible, seremos incapaces de fabricarla en la realidad (estructurar una síntesis de múltiples determinaciones).
Pasemos a revisar en sus generalidades, a la mujer gobernante del imperio egipcio, como objeto históricamente existente y como sujeto icónicamente representable. Una y otra dimensiones cuajan en un busto de más de 3,300 años de antigüedad de la reina Neferneferuatón Nefertiti (c. 1370 a. C.- c. 1331 a. C.), cuyo nombre significa “la belleza ha llegado”. Esposa del faraón Amenofis IV (posteriormente llamado Akenatón). Reina en 1382 a. C. que por su enorme poder terrenal y religioso consiguió tal influencia, que logró se rindiera culto a la figura de la mujer, a la familia y a la pareja.
En todos los relieves y pinturas aparece cual arquetipo de fortaleza, virtud y delicadeza femeninas. Como obra de arte Nefertiti pasó por distintos locaciones, hasta regresar al recuperado Neues Museum, entre otras 35 mil piezas, incluida la estatua de su esposo, el décimo faraón de la XVIII dinastía, 1352 a 1337 a.C.), además del retrato de la reina Tiy, y 60 mil papiros de la colección amarna del moderno Museo Egipcio de Berlín.
Tras su redescubrimiento fue adquirido por el empresario y coleccionista judío-alemán Henry James Simon (1851-1932), uno de los fundadores de la Deutsche Orient Gesellschaft en colaboración con Wilhelm von Bode, empresa que patrocinó las excavaciones arqueológicas que generaron el hallazgo de este excepcional retrato. Busto de piedra caliza con estuco pintado (50 cm y 20 kg). Se cree que Tutmosis lo realizó en 1345 a. C., debido a que el 6 de diciembre de 1912 Ludwig Borchardt (1863-1938) lo encontró en su taller de Amarna, en la ribera oriental del Nilo, Jedivato de Egipto gobernado por la dinastía de Mehmet Alí, en tanto formación estatal tributaria del Imperio Otomano, tras la expulsión de los ejércitos de Napoleón Bonaparte.
Construido por Friedrich August Stüler (1800-1865), discípulo de Karl Friedrich Schinkel (1781-1841; obras notables: notables: Palacio de Glienicke, Iglesia Nazaret y Palacio de Charlottenhof), siguiendo las pautas del clasicismo tardío de 1841 a 1859 y reconstruido entre 2003 y 2009 por el arquitecto David Chipperfield.
Tutmosis: Nefertiti, piedra caliza policromada, siglo XIV a. C.
El retrato de Nefertiti, esposa de Amenhotep IV (también conocido por Akhenatón o Amenofis IV), soberano que la elevara a los altares, firmado por el artista, un caso en verdad inusitado, esculpido en piedra caliza, estilizado al extremo con un cuello infinito, con un tocado que cubre la cabeza en color negro, decorado en oro y franjas de colores, ostentando en altorrelieve una “cruz” egipcia, jeroglífico denominado Ankh (“vida”; emblema que tal vez representa la correa de una sandalia, un espejo o la unión de los genitales masculino y femenino).
El mencionado Ludwig Borchardt encargó un análisis químico de los pigmentos utilizados. Los resultados del examen se publicaron en el libro Portrait of Queen Nofrete de 1923:
Azul: frita (material vítreo de origen inorgánico) en polvo, coloreada con óxido de cobre.
Rojo claro: color de la piel, polvo fino de cal en polvo coloreado con tiza roja (óxido de hierro).
Amarillo: oropimente (sulfuro de arsénico).
Verde: frita en polvo, coloreada con cobre y óxido de hierro.
Negro: carbón con cera como medio aglutinante.
Blanco: tiza.
Cuando se halló el retrato no había ningún trozo de cuarzo que simulara el iris del globo ocular izquierdo, como en el otro ojo, y no se encontró ninguno a pesar de una búsqueda intensiva y una recompensa significativa de 1000 libras esterlinas por información sobre su paradero. El ojo perdido llevó a especular que Nefertiti pudo haber sufrido una infección oftálmica y, de hecho, perdió su ojo izquierdo, aunque la presencia de un iris en otras estatuas de ella contradecía esta posibilidad. Borchardt supuso que la prótesis se desprendió cuando el obrador del creador fue presa de la incuria terminando en ruinas.
Dietrich Wildung propuso que se trataba de un modelo para la producción serial de retratos oficiales, utilizado por el preceptor para enseñar a sus alumnos cómo producir la estructura interna del ojo y, por lo tanto, no se agregó el iris izquierdo. Gardner’s art through the ages: the Western perspective de Helen Gardner, Fred S Kleiner y Christin J. Mamiya ofrecen una versión similar coincidente con que el busto se mantuvo deliberadamente inacabado.
No cabe duda que las grandes civilizaciones no se revelan del todo, mantienen ciertos arcanos en la oscuridad e imponen a sus herederos la osadía de formular hipótesis, a ratos descabelladas, en ocasiones simples ocurrencias. Las abisales diferencias de edad, acaso existencia sea un mejor término, entre Nefertiti y Coatlicue, para el caso también su melliza Yolotlicue, desaparecen ante nuestra ignorancia: desconocemos más de lo que creemos conocer. De modo que adentrarnos en los secretos de ambas representaciones, deslumbrantes iconografías de bulto, deviene permisible, pero podría salir sobrando. No está por demás evocar al Estagirita: “Es la forma lo que se expresa, y cada cosa se designa por su forma; jamás se debe designar un objeto por la materia”. La plasticidad de las obras prescinde de su propia contextualización; si bien la información de intención y propósito potencialmente enriquece su apreciación, el carácter estrictamente estético no sufre mella en su ausencia.
Ahora bien, el dilema reside en que la forma está imbuida de materia, pudiendo ser sensible (los factores físicos: la piedra y sus pigmentos e injertos) y/o inteligible (los factores comprensibles: los atributos de la deidad). Recuérdese que cuando la Coatlicue hace su “aparición” (suerte de revelación a mortales no creyentes, los alarifes y albañiles peninsulares y novohispanos) siembra una discordia hermenéutica entre Alzate y León y Gama, respecto a su mismísima identidad, que se resolverá pasado el tiempo. Lo que significa que su mero reconocimiento material y la empatía que genera como forma trascienden su nombre propio.
Perla Arroyo afirma su mexicanidad en el reconocimiento de los aportes de otras latitudes. Su voluntad de saber se complementa y enriquece con las miradas de esos otros que son interlocutores y no adversarios. El carácter sostenido, la naturaleza integral, del pensamiento náhuatl, constituye el eje de vertebración de sus reflexiones visuales, que hacen de ella una digna heredera de los antiguos tlamatinime, esos sabios de la lejanía que “sabían cosas”, y tlacuiloque, esos que “escribían pintando”, o en este caso esculpiendo y modelando en 3D. La suya es una mirada contemporánea, especie de sincretismo que pone el acento, insisto, en la continuidad dinámica, pues el cambio es un valor inmanente a esta filosofía, donde los accidentes y el azar son valorados e incorporados en el flujo de la realidad representada, como forma, como reflexión. Este es el universo pleno de sentido de la Coatlicue-Nefertiti, integrante de la serie Calavera Mexicana® .
La muerte es democrática, ya que, a fin de cuentas, güera, morena, rica o pobre, toda la gente acaba siendo calavera.
José Guadalupe Posada.
Texto por: Luis Ignacio Sáinz
Perla Arroyo nos convida su Calavera mexicana sin adjetivos, renuncia a la grandilocuencia de su apariencia para anclar en su sentido y misterio originarios. Rescatar su calidad objetual, sensible pero reflexiva, ante todo estética. Trasciende la banalidad que ha hecho del cráneo un símbolo pueril, carente de contenido pleno. En el caso de esta creadora se trata de mostrar y potenciar un emblema o icono (εικόνισμ, imagen): suma de figura y concepto, que se desempeña como un signo (unión de significante y significado).
Calavera es un sustantivo masculino proveniente del latín calvarĭa, que significa cráneo. Por añadidura calvarium (lugar de calaveras) designará un depósito de huesos, osario, o sitio de penalidades. Miscelánea de huesos de la cabeza articulados, desollados, que responden justo a la voz calavera (testa o casco). Y sin embargo su fuerza es preponderantemente femenina.
Arroyo desconfía de las apariencias, se empeña en buscar las estructuras de fondo. Menosprecia o desdeña la belleza epitelial, esa cáscara que al contenernos y cubrirnos también nos engaña y aturde, ya que nos ofrece una visión frívola de nuestro ser animado. A contracorriente, en aras de toparse con la solidez primigenia, la habilidad para designar, inventar y analizar el entorno y sus componentes, identifica el tejido óseo que contiene nuestra más preciada joya, el cerebro, y lo corona con un tocado integrado por una miscelánea de especies: mariposa (pāpalōtl), flor (xōchitl), rana (cueyatl) y colibrí (huitzilin). Elementos duales vida-muerte, de género, nexo de lo sagrado y lo profano, tránsito de lo terrenal a lo cósmico y de regreso para cumplir el periplo completo de la weltanschauung (que yo entiendo más como “intuición de mundo” que como “cosmovisión”) mesoamericana: la continuidad sin ruptura de polos que no son nunca opuestos, sino fases del proceso del ser y sus manifestaciones que involucra distintas capas de sentido: intelectual, emocional y moral (Wilhelm Dilthey: Einleitung in die Geisteswissenschaften, 1914).
Semejante desfile de vida ronda por la cabeza pelada, saqueada de sus capas y tegumentos que la suelen proteger y dotar de personalidad única. Sinónimos de armonía y belleza que igual guardan resonancia con las bondades que le atribuye la cosmogonía indígena a esta metáfora de la vida más allá de la vida (tzontecomatl, cráneo; cuaitl, cabeza), su decurso en el peregrinaje en el inframundo (Mictlán). La calavera de Arroyo guarda cierto hieratismo, un no sé qué de sagrada e inmóvil que nos convoca a desentrañar sus enigmas y secretos.
Empero, su representación guarda cierta distancia con la popularidad “esquelética” que le debemos a Manuel Manilla (Calavera tapatía; hoja volante del taller de Antonio Vanegas Arroyo; 1890) y que exaltará al delirio José Guadalupe Posada (Remate de calaveras alegres; hoja volante del taller de Antonio Vanegas Arroyo; 1913).
Manuel Manilla: Calavera tapatía.José Guadalupe Posada: Calavera garbancera.
Si bien su fama universal se le debe a Diego Rivera quien la bautizará definitivamente como La Catrina y la hará el centro del Sueño de una tarde dominical en la Alameda central (1947), mural en el que el guanajuatense contó con la colaboración de Rina Lazo, donde aparece por primera vez “la huesuda” de cuerpo entero, vestida, cubierta con una estola de plumas y flanqueada por el artista de niño, abrazado por Frida Kahlo, y el grabador aquicalidense. Carta de naturalización para la muerte buena que en esta su presentación en sociedad la acompañan más de cien personajes de la historia nacional en un batiburrillo excéntrico a más no poder, entre ellos y situados hacia los extremos, Benito Juárez y Porfirio Díaz, mientras posan serios sor Juana Inés de la Cruz, el emperador Maximiliano, el apóstol de la democracia Francisco I. Madero y Hernán Cortés, o el abrazo de Manuel Gutiérrez Nájera y José Martí.
Diego Rivera: Sueño de una tarde dominical en la Alameda central (completo y detalle).
De modo que la representación tridimensional de Perla Arroyo abreva en otras fuentes trasatlánticas: el subgénero de la Vanĭtas (del latín, vanus: vacío), perteneciente a la geografía de la naturaleza muerta, como memoria aleccionadora de lo efímero del poder, la riqueza y la belleza, muy visible en el arte del barroco, surgiendo en Flandes y las provincias del norte, en la actualidad Holanda, para después asentarse por derecho propio en toda Europa. Designación en un principio radicada en el Eclesiastés (Ec. 1, 2): Vanitas vanitatum et omnia vanitas, “Vanidad de vanidades, todo es vanidad”. Sentencia senequista que subraya la insignificancia y futilidad de la existencia. Más adelante en el mismo texto bíblico (9: 10) se sentencia: “…porque en el sepulcro, adonde tú vas, no hay obra, ni industria, ni ciencia, ni sabiduría”.
Sin aspavientos, Calavera mexicana manifiesta un aire de seriedad y trascendencia, no se pretende lúdica ni coyuntural, sino anuncio de un vitalismo intangible, filosófico, espiritual en sentido lato (alusivo a la dimensión inmaterial, dotada de inteligencia y razón, experiencia sensible, meditativa, alejada de las tentaciones del mundo, la carne y el demonio). Calavera mexicana hace las veces de lazarillo en un viaje a las profundidades, más allá de lo evidente, anclando en el hueso de nuestras convicciones más reposadas y nutrientes.
Vida-muerte, las apariencias engañan, son cáscaras nada más. Los gozos gratificantes a flor de piel que extravían el alma y confunden el espíritu son los enemigos a vencer en las lecciones moralizantes de un género plástico, la vanitas, ligado al barroco como contrapeso a su teatralidad y exceso, estigma del vértigo que anula la reflexión. Frente a la sensualidad dominante que encuentra en la concupiscencia a su campeona en liza, los avisos de lo efímero, esos anuncios de la ruina y la descomposición, alcanzan una dosis nada despreciable de obscenidad macabra, la gratificación del dolor y el narcicismo de la pudrición.
Antonio de Pereda y Salgado: Alegoría de la Vanidad (1632-1636) – Sueño del caballero (1650).
Perla Arroyo afirma su mexicanidad en el reconocimiento de los aportes de otras latitudes. Su voluntad de saber se complementa y enriquece con las miradas de esos otros que son interlocutores y no adversarios. El carácter sostenido, la naturaleza integral, del pensamiento náhuatl, constituye el eje de vertebración de sus reflexiones visuales, que hacen de ella una digna heredera de los antiguos tlamatinime, esos sabios de la lejanía que “sabían cosas”, y tlacuiloque, esos que escribían pintando, o en este caso esculpiendo y modelando en 3D. La suya es una mirada contemporánea, especie de sincretismo que pone el acento, insisto, en la continuidad dinámica, pues el cambio es un valor inmanente a esta filosofía, donde los accidentes y el azar son valorados e incorporados en el flujo de la realidad representada, como imagen, como reflexión. Este es el universo pleno de sentido de Calavera mexicana.